Una rosa de la tumba de Homero
Hans Christian Andersen
En todos los cantos de Oriente suena el amor del ruiseñor
por la rosa; en las noches silenciosas y cuajadas de estrellas, el alado cantor
dedica una serenata a la fragante reina de las flores.
No lejos de Esmirna, bajo los altos plátanos adonde el
mercader guía sus cargados camellos, que levantan altivos el largo cuello y
caminan pesadamente sobre una tierra sagrada, vi un rosal florido; palomas
torcaces revoloteaban entre las ramas de los corpulentos árboles, y sus alas,
al resbalar sobre ellas los oblicuos rayos del sol, despedían un brillo como de
madreperla.
Tenía el rosal una flor más bella que todas las demás, y a
ella le cantaba el ruiseñor su cuita amorosa; pero la rosa permanecía callada;
ni una gota de rocío se veía en sus pétalos, como una lágrima de compasión;
inclinaba la rama sobre unas grandes piedras.
-Aquí reposa el más grande de los cantores -dijo la rosa-.
Quiero perfumar su tumba, esparcir sobre ella mis hojas cuando la tempestad me
deshoje. El cantor de la Ilíada se tornó tierra, en esta tierra de la que yo he
brotado. Yo, rosa de la tumba de Homero, soy demasiado sagrada para florecer
sólo para un pobre ruiseñor.
Y el ruiseñor siguió cantando hasta morir.
Llegó el camellero, con sus cargados animales y sus negros
esclavos; su hijito encontró el pájaro muerto, y lo enterró en la misma
sepultura del gran Homero; la rosa temblaba al viento. Vino la noche, la flor
cerró su cáliz y soñó:
Era un día magnífico, de sol radiante; se acercaba un tropel
de extranjeros, de francos, que iban en peregrinación a la tumba de Homero.
Entre ellos iba un cantor del Norte, de la patria de las nieblas y las auroras
boreales. Cogió la rosa, la comprimió entre las páginas de un libro y se la llevó
consigo a otra parte del mundo a su lejana tierra. La rosa se marchitó de pena
en su estrecha prisión del libro, hasta que el hombre, ya en su patria, lo
abrió y exclamó: «¡Es una rosa de la tumba de Homero!».
Tal fue el sueño de la flor, y al despertar tembló al
contacto del viento, y una gota de rocío desprendida de sus hojas fue a caer
sobre la tumba del cantor. Salió el sol, y la rosa brilló más que antes; el día
era tórrido, propio de la calurosa Asia. Se oyeron pasos, se acercaron
extranjeros francos, como aquellos que la flor viera en sueños, y entre ellos
venía un poeta del Norte que cortó la rosa y, dándole un beso, se la llevó a la
patria de las nieblas y de las auroras boreales.
Como una momia reposa ahora el cadáver de la flor en su Ilíada, y, como en un sueño, lo oye abrir el libro y decir: «¡He
aquí una rosa de la tumba de Homero!»